Carmen Ruiz-Tilve
La historia de Oviedo, desde su fundación, está unida a la vida religiosa, principal razón del establecimiento aquí de los fundadores, en un tiempo crispado en el que el maniqueísmo obligaba a constantes manifestaciones de fe, con el año 1000 como fecha fija de la catarsis espiritual.
La ciudad, cuyo plano medieval se distribuía en tres barrios diferenciados, el religioso, el real y el comercial, acabó, por causas de fuerza mayor, desequilibrando el caserío desde el momento en el que la monarquía asturiana, que tuvo en Oviedo su solar durante tiempo, decidió mudarse a León, por razones estratégicas, dejando en sordo los palacios ovetenses, con las estancias vacías cruzadas por el aire de la ausencia y los pendones coloridos por la heráldica palideciendo bajo el velo de la tristeza.
Fue precisamente la vida religiosa la que, sabedora de su importancia, no sólo mantuvo sino que aumentó su protagonismo, en el que fueron providenciales las reliquias de la Cámara Santa. De su custodia dependió la estructura del centro de la ciudad monumental y las murallas primeras no eran tanto defensivas para la población como protectoras del tesoro, material y espiritual, que convirtió Oviedo en meta inexcusable de las expediciones piadosas, en movimiento que se potenció con las peregrinaciones a Santiago de Compostela, nacidas en Oviedo y con Oviedo como estación principal e imprescindible.
En rigor, de la vida religiosa vino la comercial, y así nuestra rúa de las Tiendas o de los Cambiadores, la Rúa Ruera de Pérez de Ayala, nuestra actual Rúa a secas, nació precisamente como camino de peregrinos y otras gentes andariegas, que allí podían cambiar sus monedas lejanas o comprar recuerdos de su paso por Oviedo, insignias de «fino estanno» que tanto los orfebres con tienda como los vendedores del aire les ofrecían. Al tiempo, fue precisamente el atractivo de lo religioso el que hizo volver, de vez en cuando, a los miembros de la realeza a sus «Asturias de Oviedo».
Ya en los primeros planos de la ciudad aparecen iglesias y conventos, muy característicos todos del talante de la ciudad, buen solar para el establecimiento de órdenes religiosas, con el monasterio de San Pelayo, el de Santa María de la Vega, el de Nuestra Señora del Rosario, el de Santa Clara y el de San Francisco como grandes, enormes construcciones, la mayoría de ellas extramuros, en parte por sus propias Reglas, que dieron a la ciudad y a sus verdes y boscosos alrededores el aire solemne y un poco triste que suelen describir en sus escritos los viajeros que hasta aquí llegaban.
La vida religiosa ordinaria estaba concentrada en cuatro parroquias, que ejercían su labor alrededor de la catedral, protagonista principal de las celebraciones religiosas más importantes y meta de peregrinos, entre cuyo tesoro se cuenta, en relación a la Semana Santa, el Santo Sudario y el Lignum Crucis, entre otras reliquias íntimamente relacionadas con la Pasión. Con raíces muy anteriores, en tiempos del obispo Sanz y Forés, el 6 de enero de 1879 se confirmaron las demarcaciones de estas cuatro parroquias, a las que vamos a referirnos para intentar hacer un repaso de la Semana Santa ovetense, por ser precisamente la segunda mitad del siglo XIX, quizá por la relativa cercanía en el tiempo, la que ofrece más datos, aunque escasos, de esas celebraciones, de las que con mucha frecuencia se habla ya entonces en pasado. Esas cuatro parroquias eran, y son, porque afortunadamente todas subsisten, a pesar de los avatares que sucintamente comentaremos, de los que ninguna se libró, las siguientes: San Tirso, parroquia de la Catedral, San Isidoro, San Juan y Santa María de la Corte, mencionadas por su orden de antigüedad, tal como se respetaba en las celebraciones que tomaban nota de las sacramentales parroquiales.
Convenimos que San Tirso es la más antigua de las parroquias ovetenses, vinculada a la historia misma de la ciudad, nacida y crecida en el corazón de lo primitivo, de lo que se mantiene como testigo el ábside y la torre, bien cambiada esta última, todas ellas piedras capaces de evocar el tiempo naciente de nuestros Alfonsos, donada por El Magno a la catedral en el año 862. Entre las notas que vinculan San Tirso con la Semana Santa, sabemos que, a partir de la expulsión de los jesuitas de su templo de San Matías, los sermones de la Semana Santa se celebraban en San Tirso, a partir de 1721, y el regente de la Audiencia, que pertenecía a esa parroquia, llevaba consigo la llave del sagrario en Semana Santa desde 1739. En el siglo XVIII, la parroquia contaba con 573 familias y comprendía la mayoría de las calles del anillo urbano formado alrededor de los lugares fundacionales, entre cuyas calles estaba la de Ecce Homo, a la que hemos de volver.
San Tirso, que en tiempos tuvo acogedores soportales, vecinos de los que hacían plazuela de lo que hoy es plaza de la Catedral, era lugar popular, con renombrada misa de doce, sin hablar ahora de su condición de espacio para reunión de los ovetenses notables para dirimir sus causas, ni de la relación con doña Velasquita Giráldez y su cofradía. Es, en rigor, la única de las iglesias parroquiales del viejo Oviedo intramuros que no sufrió mudanza mayor en su larga vida, aunque es bien cierto que padeció el fuego de 1521 y destrozos y calamidades en los violentos sucesos de los años 30 del siglo XX.
Forzosamente cercana a la anterior, en una ciudad pequeña y abigarrada como era Oviedo, estaba la primitiva iglesia de San Isidoro del Mercado, cuyo nombre ya aparece en documentos ovetenses del siglo XIII, en lo que entonces se conocía como zona «de la viña». Desaparecida en 1923, por derribo, como tantas cosas aquí, había dejado de tener culto cuando éste se trasladó a San Matías, en la Plaza Mayor, y el viejo templo románico pasó por no pocas aventuras, que le llevaron, por ejemplo, a ser durante tiempo tahona, según se desprende de acuerdos municipales de 1806, adquirida en propiedad por don Santos Secades en 1820, con lo que la vieja calle de San Isidoro se llamó calle de la Tahona. En su lugar está ahora el popular «Paraguas», cobijo airoso durante años para las vendedoras de leche. Del noble porte de lo perdido dan cuenta algunas fotografías, el arco conservado ahora en el Campo de San Francisco, hasta bien poco acompañado de la figura del santo franciscano, lo que inducía a error, y algunas piedras conservadas en el Museo Arqueológico, actualmente cerrado. Es de temer que durante los años de abandono anteriores a los tiempos de la tahona, y previamente en el traslado a San Matías, templo de mayores pretensiones y muy bien dotado por los jesuitas, se perdieran objetos de culto e imágenes de las que no nos queda ni noticia. También desaparecerían las costumbres, en una parroquia medio aldeana, en cuyos alrededores vivían, haciendo honor a su nombre, vendedores y también canteros de las perpetuas obras de la catedral.
En la antigua calleja de San Juan, hoy Schultz, estuvo la vieja parroquia de San Juan, surgida de la devoción de Alfonso III, que hacía las veces de capilla del Hospital donado por Alfonso VI, durante siglos hospital por excelencia de la ciudad peregrina, y de su pórtico decía Canella «portada bizantina, de comienzos del siglo XII, adornada con molduras de ajedrez, graciosos y variados capiteles y tres columnas a cada lado, que sostenían las decrecientes arquivoltas, bajo talladas ménsulas». Otras partes de la iglesia habían sufrido sucesivas transformaciones a lo largo del tiempo, capaces de borrar las sedes de numerosas cofradías, sepulcros, como los que la leyenda atribuye a Silo y Adosinda, y altares, como el del obispo Pelayo. El pórtico, cobijo de peregrinos, se derribó en 1869 y la iglesia toda, declarada en ruina, en 1882, a lo que comenta Canella, «numerándose las piezas de la artística entrada, que recogió la Comisión Provincial de Monumentos y depositó, a disposición del prelado, en los almacenes municipales». Ese triunvirato de poderes, el eclesiástico, el provincial y el local, no evitaron que la hermosa portada acabase medio enterrada bajo la paja y el estiércol en las caballerizas del palacio de La Cogolla, en Nava, de donde lo rescató Joaquín Manzanares, y ahora está en el Tabularium Artis Asturiensis. Tras el derribo, las muchas imágenes y altares de San Juan, junto con otros elementos del sagrado ajuar, fueron a parar a la Iglesia franciscana, a la vera del Campo, viajando en carros tan singular mudanza a través de la plazuela de Porlier y calle de San Francisco abajo, en dramática y precipitada aventura, para ocupar su nueva casa, más amplia que la anterior, solemne a pesar de los remiendos de su hermosa factura gótica, morada última de muchos de los nobles asturianos que ocupaban en paredes y suelos sepulcros blasonados.
En rigor, ese nuevo espacio, a últimos del siglo XIX, era mejor, en el plano de la ciudad, que el viejo de la calleja de San Juan, pues se orientaba a los cuatro vientos del Oviedo nuevo, que se miraba en el refulgente espejo de la calle de Uría, donde se acomodaba la nueva burguesía, lejos ya de las calles tortuosas que se cobijaban bajo la sombra protectora de la catedral. Ocurrió que, desgraciadamente, esta ventaja que apreciaron los feligreses, a pesar de las muchas pérdidas del cambio, en lo sentimental y en lo patrimonial, fue pronto inconveniente, pues no tardó el Principado en fijarse en aquellos terrenos franciscanos para edificar el nuevo Palacio de la Diputación, para lo que se barrió iglesia, convento, cementerio y todo lo que sonase a pasado, hace ahora justamente un siglo. Según cuenta Carbayo, había en San Francisco, junto a otras numerosas reliquias y objetos de culto, «un crucifijo de gran antigüedad y una espina de la corona de Nuestro Señor». Se dice que en Jueves Santo, mientras fue parroquia de San Juan, se celebraban allí las mismas ceremonias y cultos que habían tenido lugar durante siglos en San Juan, y esto duró entre 1882 y 1902, tiempo en el que el templo fue centro natural de las devociones de los ovetenses del ensanche, que se abrumaron profundamente, y se resistieron cuanto pudieron, que fue poco, cuando supieron del derribo inminente, para cuya justificación se decía que el conjunto era ruinoso y sin valor artístico. Para comprobar su valor, están depositados en el Museo Arqueológico algunos ventanales góticos de finísima factura y otras piezas que incluso mantienen parte de la policromía original. El derribo se consumó en la primera semana de abril de ese 1902, semana de Resurrección, y esta vez la mudanza fue hasta la iglesia de la Corte, donde estuvo hasta diciembre del mismo año, momento en el que pasa a San Tirso, con lo que vemos un expresivo nexo de ligazón entre las viejas parroquias ovetenses. A la vez, no conviene olvidar la mucha vinculación de la Semana Santa con la iglesia de San Francisco, siendo como es esa orden especialmente dada a representaciones y acciones de carácter didáctico, entre las que cabe señalar la tradición de los nacimientos. Ciriaco Miguel Vigil recoge del Archivo Municipal noticia de la celebración del Jueves Santo de 1560, cuando se dispone que, mandados por la Corporación, «vayan delante doce Caballeros con cruces de las Cofradías». Más adelante, en 1662, la Cofradía de la Misericordia, con sede en San Francisco, obtiene permiso para pedir todos los domingos de Cuaresma, para ayuda de las celebraciones, y en 1665 La Tercera Orden pide licencia para colocar pedestales en el Calvario instalado en el Campo.
Volviendo a San Juan, entre sus derribos y cambios cabe suponer que las pérdidas sufridas hasta que consiguió nuevo y definitivo edificio en 1915, fueron cuantiosas, dispersas muchas de las imágenes y pasos de Semana Santa, no pocos de los cuales desaparecieron en este tiempo definitivamente. El 24 de junio de 1915, festividad de San Juan, se inaugura la nueva sede parroquial solemnemente y a sus altares llegan algunas de las imágenes salvadas de la diáspora de los años anteriores. Gran contraste el de esa iglesia neobizantina, que se llamó «la catedral del ensanche», y la vieja iglesina de la calleja de San Juan.
Otra iglesia parroquial, naturalmente relacionada con la Semana Santa, también marcada por el aire de las mudanzas, fue y es Santa María de la Corte, ligada en su origen al monasterio de San Pelayo por donación de la reina Urraca a la abadesa Aldonza en 1157. No podemos entrar ahora a relatar cómo la primera capilla, situada en medio de lo que ahora es calle de San Vicente, entró en ruina temprana y entre unas cosas y otras fue derribada, con lo que el culto pasó al desamortizado convento de San Vicente, allí al lado, mucho mejor y bien dotado. En el cambio se perdieron imágenes, nobles piedras y objetos de culto. Santa María, que fue hijuela de San Isidoro, fue elegida parroquia canonice et in perpetuum en 1879.
A estas parroquias intramuros habría que añadir, como ya hemos mencionado, la abundancia de conventos de órdenes masculinas y femeninas. El ambiente religioso de Oviedo se reforzaba, hasta entrado el siglo XX, con la presencia de innumerables capillas, San Nicolás, San Cipriano, San Roque, San Lázaro, Los Remedios, San Pedro, San Bernabé, Santa Susana y La Magdalena, entre otras, cuyos nombres evocan inequívocamente la relación con las pestes tan temidas y también su frecuente vinculación con los cultos de la Semana Santa. Así, la capilla de la Misericordia estaba en el pórtico de San Francisco y cuenta Canella en 1885 que «en su humilde retablo había figuras ó pasos de la Pasión de Jesucristo que figuraban en pasadas procesiones de Semana Santa. El Ayuntamiento la protegía con limosnas para el Miserere».
Las calles de Oviedo también evocan con sus nombres la fuerte dedicación religiosa de la ciudad y así numerosos santos tienen calle, al tiempo que los canónigos también tienen la suya. En los tiempos en los que se mantenía la muralla, derribada paulatinamente a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, ese tiempo en el que también cayeron templos y capillas, todo barrido por una fiebre de falsa modernidad, cada una de las puertas de la ciudad contaba con hornacina, así como algunos recodos propios para la devoción popular. Entre esas imágenes se sabe que hubo Ecce Homo en la calle del mismo nombre, al lado del Postigo, y allí cerca, en la puerta que cercaba la calle de la Ferrería, hoy Mon, estuvo la puerta y imagen de La Soledad, lo mismo que hubo Cristo «de bulto» en Jesús.
Todo el año había en Oviedo novenas y cerca de la Semana Santa se celebraban la de los Dolores Gloriosos de María en San Tirso y la de los Dolores o La Soledad en San Isidoro, y desde el primer viernes de Cuaresma, la del Nazareno en Santo Domingo, que sigue viva.
Actualmente, la reconstrucción de lo que fue la Semana Santa de Oviedo, de la que se sabe documentalmente que hubo numerosas procesiones en los siglos XVI y XVII, es labor de constatar ausencias más que presencias, pues, tanto en lo que se refiere a imágenes como a tradiciones en los cultos, mucho es lo perdido. Efectivamente, el tiempo no pasa en vano, ni siquiera por manifestaciones tan imperecederas como las de las devociones religiosas, pero, junto con el viento del olvido, hubo acontecimientos históricos que justifican, al menos en parte, tanta pérdida. Al fuego de 1521, que nos hurtó mucho de lo que sería el Oviedo medieval, habrá que añadir los daños de la invasión francesa, empeñada en hacer rapiña en nuestro rico patrimonio artístico, pero, en rigor, especial miseria trajo para este patrimonio la Desamortización de Mendizábal, entre 1835 y 1837, que no hizo más que cambiar las cosas de mano, dejando en abandono y consecuente pérdida lo que había estado bien guardado durante siglos. Los sucesos sangrientos de 1934 y 1936 hicieron desaparecer innumerables piezas de valor y, en un tiempo reciente, daño especial hizo el desamor y la desinformación que permitieron relegar a sacristías y desvanes figuras de valor y devoción, para colocar en su lugar imágenes desprovistas de personalidad artística, huérfanas de la pátina que las oraciones y la mirada de los fieles añaden a los santos.
De entre lo perdido, sólo podemos espigar algunas de las costumbres ligadas a la Semana Santa. De las Sinodales del Obispo Pisador, de 1784, deducimos algunas de ellas, cuando prohíbe «la impropia y perjudicial costumbre que hay en algunas parroquias de esta Diócesis, de la función o repartición del "bollo" que llaman y que se hace en la iglesia en el Viernes Santo de cada año al tiempo de la adoración de la Cruz, con la turbulencia, algazaras y voces que se dexan reconocer, incorrespondientes a tan sagrado lugar y Santo día...». En el mismo documento, más adelante, añade, sobre la costumbre, extendida también en otras fechas, de llevar animales, como novillos, al templo: «Prohibimos que en festividad ni tiempo alguno se introduzcan semejantes animales en la iglesia y —añade— que el Jueves Santo se pongan guardias enmascarados en los Monumentos». Habla Pisador de las procesiones, en las que parece que iban «hombres y mujeres enmascarados, disfrazados o encapuchados, pertenecientes a Cofradías y Hermandades», y así desde antes del siglo XVIII. Esto debe tener que ver con la clásica tradición española de los penitentes o disciplinantes. Constantino Cabal, cronista de Asturias que fue, menciona que en tiempos ya remotos y en la noche de Jueves Santo se celebraban en Oviedo procesiones de disciplinantes. A la vez, comenta la leyenda de que en día de Viernes Santo en Oviedo no molían los molinos, tan abundantes, porque si molieran, de la tolva, en vez de harina, saldría sangre...
Oviedo fue sede de muy importantes imagineros, que a lo largo especialmente de los siglos XVII y XVIII, siguiendo el gusto de la escuela castellana, generalmente, dotaron nuestros altares de imágenes de gran calidad y belleza al tiempo que compusieron pasos de Semana Santa grandes y espectaculares, de los que la tradición ovetense recuerda uno que estuvo en el viejo San Juan conocido como «La panera», por su forma y tamaño, del que hablan tanto Canella como Amandi, dando ya por perdida esa procesión hacia mediados del XIX. Jovellanos, en sus «Cartas a Ponz», habla con admiración de Luis Fernández de la Vega, que vivió y trabajó en la Puerta Nueva. Ramallo atribuye sin titubeos a su arte la Virgen de la Soledad «de vestir» de San Isidoro, lo mismo que el Cristo yacente que la acompaña, influido por Gregorio Fernández. Vega hizo también, al menos en parte, el monumento de madera que se instalaba en la catedral en las fechas de Semana Santa para la adoración del Santísimo, actualmente perdido, del que todavía en tiempos no muy remotos se conservaban dos cabezas de ángel que se ponían con velas en algunas ocasiones. Ramallo documenta 23 obras de De la Vega, de las que han desaparecido, en todo o en parte, 14.
Antonio de Borja, otro imaginero que trabajó en Oviedo, hizo pasos para la Semana Santa ovetense, y es posible que el mencionado como «la Panera», que representaba la prisión de Jesús, fuese obra suya, especializado en composiciones abigarradas, con muchas figuras y afán escenográfico. Otras obras suyas se distribuyen hoy por diferentes altares de Asturias, como muestra de esa dispersión que se produjo, reiteradamente, a lo largo del tiempo.
No cabe ahora siquiera somero repaso por las imágenes que, de esos tiempos barrocos tan identificados con la Semana Santa en lo artístico, quedan en Oviedo. Si los cronistas del siglo XIX ya lamentaban la pérdida de mucha tradición en la semana de Pasión, enmarcada entre el domingo de Ramos y el de Pascua, entre el romero y el laurel y la bolla de escanda, con torrezno y huevos duros, que se ve ahora como monumento etnográfico, las llamadas bollas de la Pola, a medida que avanzó el siglo XX se fueron perdiendo muchas tradiciones, en éste y en otros campos, y la Semana Santa llegó a la posguerra empobrecida y en parte recuperada como reafirmación del nuevo espíritu nacional, lo que no favorecía fiestas tan solemnes y dotadas de fervor popular distinto del político. Así, con procesiones mantenidas e incluso novedosas, muy abundantes en los años cincuenta, las cofradías y hermandades fueron languideciendo y, en tiempos del desarrollismo, la gente inventó la semana inglesa y le cogió gusto a Santa María la más lejos, es decir, a coger el 600 y marchar en busca de paraísos nuevos, distintos del cirio pascual y los paños morados. Más recientemente, incluso la Semana Santa se anuncia desde Navidad como tiempo bueno para conocer mundos lejanos, paraísos perdidos en los que, por cierto, también está Dios. Pero no temamos, la Semana Santa vuele, con más fuerza si cabe, y actualmente en Oviedo se cumplen ya los diez años desde que un grupo de entusiastas –estas cosas necesitan siempre del entusiasmo de unos pocos, para empezar, con nombres y apellidos–, decidieron aplicar a nuestra Semana Santa las palabras que Cristo le dijo a Lázaro y así se levantó y anduvo la Cofradía más antigua, la del Nazareno, con sede en Santo Domingo, que recuperó el pulso en 1995, a la que siguió en 1996 la Hermandad del Santo Entierro y Nuestra Señora de la Soledad, con sede en San Isidoro, que volvió a salir los días 5 y 6 de abril de 1996, Viernes y Sábado Santos, y la Cofradía de la Hermandad de Jesús Cautivo de Oviedo, con sede en San Juan, con imagen revestida de Antonio de Borja, que salió por primera vez del 27 de marzo de 1997, a la que ahora acompaña Nuestra Señora de la Merced, desde 1998, obra de José Luis Iglesias Luelmo. Se recuperó también otra procesión clásica, la del Santo Entierro, de San Isidoro, y la de la Soledad, ambas con tradición y devoción en la ciudad. Desde el año 2001 sale también, desde la Corte, la Cofradía del Silencio y Santa Cruz, que ya había salido en los años cuarenta del siglo XX. Ahora estas celebraciones y procesiones cuentan con el fervor popular que se pone en evidencia en las calles y en las emociones sinceras de los fieles.
Ha cambiado la liturgia y ya quedan lejos los recuerdos de la infancia, de cuando no se podía ni cantar, ni por supuesto ir al cine ni pasear a sitios distintos de los Monumentos, altares eucarísticos en los que cada iglesia y cada oratorio sacaba lo mejor de la plata y las flores más frescas de la naciente primavera. Había que visitar siete, al menos, rezando en cada estación, pero aquello se convertía en una carrera que nos llevaba por toda la ciudad, todavía incapaces de admirar tantas bellezas más allá de las luces y la devoción ingenua y fuerte de la inocencia.
Pero no pensemos que el silencio, el ayuno y la abstinencia, preceptivos del tiempo de Cuaresma, unidos a la sensación de luto que cubría las imágenes de morado y cambiaba las alegres campanillas de plata por carracas, acababa con el tradicional buen talante de los ovetenses, sometidos a privarse de carne y caldo de carne. Con los toneles de sidra recién abiertos en las espichas tradicionales de San José, con los prados ya cuajados de mayinas, no se faltaba ni se falta a la devoción por tomar unos culinos de sidra, acompañada para esas ocasiones con huevos duros y fritos de bacalao, protagonista éste de la dieta del tiempo. Y también como consuelo sobre los manteles, la Semana Santa tiene múltiples dulces propios, torrijas, frixuelos y otras golosinas de sartén que se mantienen a lo largo de los años, buenas para entonar el estómago tras el «aire cuaresmeru» que suele soplar en las tardes de procesión.
Y ahora, pidiendo perdón por haberme extendido más de lo razonable, con tantas cosas en el tintero todavía, sólo me queda agradecerles su atención e invitarles, por su propio bien, a participar en las procesiones que nos aguardan e intervenir, cada cual a su manera, en la Semana Santa ovetense de este año 2004.
Texto del pregón de la Semana de Santa de Oviedo del año 2004, obra de Carmen Ruiz-Tilve, cronista oficial de Oviedo, quien lo leyó el día 31 de marzo. En él se hace un repaso de la vida religiosa en la ciudad ovetense desde su fundación hasta el presente.
Texto procedente de VIVIRASTURIAS.COM
Texto procedente de VIVIRASTURIAS.COM
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